‘El primer mar’, por Ignacio Carnero

El primer mar de Ignacio Carnero

Por primera vez en su vida, aunque bien es cierto que sin pesar alguno y huyendo del mundanal ruido, el articulista no vivirá en la Salamanca de sus amores las ferias y fiestas septembrinas, que están a la vuelta de la esquina. Disfrutará esos días en tierras norteñas, a la vera del primer mar real que, si bien demasiado tardíamente, pues ya contaba 19 añazos, maravilló su vista, sobrecogió y hasta paralizó sus sentidos durante unos instantes, por la emoción, y cautivó su espíritu desde entonces para siempre jamás.

El primer mar de Ignacio Carnero

¡Qué asombro aquella mañana de un julio harto remoto ya, en la recoleta villa de Deva, al salir del túnel bajo el monte sobre el que se erige la ermita de Santa Catalina! Según iba asomado a la ventanilla del vertiginoso tren de cercanías que une San Sebastián con Bilbao, disminuyendo su marcha para detenerse en la estación, cuando el columnista, siempre junto al Tormes, descubrió el fascinante espectáculo de un río inmenso, cuya otra orilla no se descubría de tan distante, y que resultó ser el mar…

Desde entonces, aquella Deva -hoy Deba en eusquera y oficialmente-, con sus debarras o debatarras, no bien pisó sus calles y su playa y se sumergió en sus aguas, el autor, en compañía de su novia de siempre, convirtió a la noble y leal villa devaresa en una especie de segundo amor, al cual guarda fidelidad desde hace casi medio siglo y al que torna con entrañable unción tantas veces le brindan las circunstancias.

Y aunque ya ha desaparecido, recuerda con nostalgia al hostal “Celaya” y sus menudas y pulcras propietarias, asomando sus balcones a la carretera por la costa entre “Sansestabién” y la industriosa capital vizcaína y, más allá, deleitosa y refrescante, invitando a ternezas y dulces susurros de amor, la romántica alameda de Calbetón…

Así como cuando, caminando a trechos y a trechos hasta bailando “yenka” -izquierda, izquierda; derecha, derecha; adelante y atrás; un, dos, tres-, recorrían los cuatro sinuosos quilómetros de la carretera que bordea los vertiginosos acantilados del Cantábrico y que separan Deva de esa otra localidad de la que dice el refrán: “Motrico, puerto rico, se entra con una mula y se sale con un borrico”. Pintoresco pueblo, donde años más tarde, sin advertirlo, el columnista se adentró en la zona nudista de su playa de Saturrarán, y tras doblar por entre unas rocas, al toparse con una mujer y un hombre en cueros, con las manos se cubrió sus propias partes pudendas, ya tapadas por un púdico bañador.

Y cómo no, también evoca aquel concierto fantástico del Orfeón Donostiarra en la plaza Mayor de Deva, cuando, poniendo el vello de punta, sus cien largos miembros entonaron en eusquera, ya noche lóbrega y bajo un temblor de estrellas, la inmortal canción de Sorozábal:

Maite, yo no te olvido ni nunca, nunca, te he de olvidar, / aunque de mí te alejen leguas de tierra, de tierra y mar… / Maite, si un día sabes que he muerto ausente de tu querer / del sueño de la muerte para adorarte despertaré.

El azar después brindó al firmante la amistad de Joserra Zulaika y Marian Juaristi, en cuya nunca bien ponderada y hospitalaria “Casa Izenbe”, la mujer, amén de otras excelencias culinarias, prepara las más exquisitas tortillas de patata del anchuroso universo mundo, regadas con ambrosíacos caldos vascos y riojas.

Cuenta una antigua fábula tejida en torno a la recoleta ermita de Santa Catalina y su campana, encumbradas en una de las más altas atalayas devaresas, que quien tañe el bronce en aquellas alturas edénicas volverá otra vez al bucólico lugar.

Por cuanto el articulista, aun cuando no crea en leyendas ni consejas, subirá alguno de estos días a tirar del manido badajo del campanil, porque desea regresar en otra y otra ocasión, y desde allí arriba embelesarse de nuevo con su primer mar, su gran pasión…

Autor: Nacho Carnero