Algo escondida y mirando a la casa que le vio nacer, en el tranquilo parque dublinés de Merrion Square, se encuentra la estatua de Oscar Wilde, genial escritor de Irlanda.
Recostado sobre una roca, en una pose de lo más relajada y con una pipa en su mano derecha, parece reírse con cierto sarcasmo de la difícil época que le tocó vivir, en la que fue repudiado y encarcelado por sodomita.
Algunas de sus frases más célebres pueden leerse en las dos columnas situadas enfrente del busto. Él, curiosamente, parece dirigir sus ojos hacia la que corona una figura masculina. «La mayoría de las personas son otras personas» hace referencia, sin duda, a sí mismo. Ya que durante muchos años tuvo que aparentar ser quien no era para ocultar su homosexualidad, como casarse con una mujer con la que tuvo dos hijos.
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La estatua de Oscar Wilde, obra de Danny Osborne, emana informalidad y descaro, dos de las características que hicieron de Wilde uno de los autores más extraordinarios de todos los tiempos. «No voy a dejar de hablarle solo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo». Simplemente, genial.
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