Desde varias centurias atrás -postrimerías del siglo XVI o albores del XVII- y hasta no hace tanto tiempo el mujerío y la chiquillería de la ciudad de Salamanca llamaban eufemísticamente padre Lucas al que, en realidad, era conocido como padre Putas. No en vano éste era el encargado de la protección de las rameras locales mientras permanecían desterradas de la casa de la mancebía, extramuros del casco urbano, durante las Cuaresmas. Largos periodos anuales en que, por imperativos eclesiales y municipales al unísono, descansaban en el innoble ejercicio de la medianamente bien remunerada profesión del puterío.
Recuerda el firmante ahora, con claridad meridiana, que en esos tiempos del aludido eufemismo -manifestación decorosa de vocablos cuya franca expresión sería malsonante-, hasta los autores anónimos de los diccionarios eludían aclarar los significados de las palabras consideradas escabrosas por sus mentes retrógradas, calenturientas, cachondas hasta la inverosimilitud y cuyo conocimiento por parte del común de los mortales parece ser que podría conducirles en derechura, ¡qué horror!, a las calderas de Pedro Botero.
Así, pues, a título de ridículos ejemplos, decir oralmente, pues nadie se atrevería a intentarlo por escrito: ‘paja’, ‘joder’, ‘follar’, ‘picha’, ‘cojones’, o bien otras variaciones sobre atributos, usos y disfrutes sexuales femeninos, masculinos y hermafroditas, sería exponerse gravemente a la condenación eterna, pues se trataba de expresiones chabacanas, en verdad. Las cuales, en los “palabreros”, eran reemplazadas por los llamados salvadores, obsesos del sexo, custodios de la reserva espiritual de Europa, por otras dicciones como onanismo, que no había cristiano que medio entendiera su significado; como fornicar, ¡fornicar!, confundiendo, tal que diría el castizo, el tafanario con las témporas, pues el hecho en sí era idéntico, aunque matizando la salvedad de si se realizaba dentro o fuera del matrimonio; el pene era designado como miembro feo; y la versión grosera de los testículos, era convertida, en expresión fina, como epidídimos. Y es que cuando pateta, entiéndase el diablo, no sea que haya algún malpensado, no tiene que hacer, con el rabo mata moscas…
No fueron gloriosos, por supuesto, sino más bien penosos, pecadorizos, y ahora son considerados desternillantes aquellos tiempos en los que en los periódicos se permitía hacer publicidad de pudibundos trajes de baño femeninos -aún faltaba bastante tiempo para que naciera el biquini-, si bien, según se aclaraba expresamente, sin señoras o señoritas dentro; increíbles tiempos en los que una mujer menstruosa, pues en caso contrario sería considerada monstruosa, se atreviera a recibir en esas condiciones sonrojantes el sacramento de la comunión, que era, ¡casi nada!, una visita personal de Dios a los miserables humanos…
Se entiende a la perfección, pues, que tras cuarenta y muchos días de ayuno y abstinencia, aunque es claro que se utilizaría el recurso siempre a mano -nunca mejor dicho- del citado onanismo, los estudiantes, entonces no había estudiantas ni jóvenas, como disparataría cierta sevillana, presidenta consorte, fueran a buscar alivio y alborozo, que rima con gozo, en las señoras prostitutas que habían permanecido en aquella reclusión obligatoria allende el Tormes, en algún punto del poético valle del Zurguén o de Tejares, éste, antaño, pueblo y hoy barrio trastormesino.
Dicen bastantes malas lenguas y algún que otro malpensado que ante tamaño y frenético desgaste de virilidad tanto tiempo contenida; y que frente a semejante desfogue de volcanes en erupción que pedían los cuerpos cachondos, hubo que inventar algún reconstituyente poderoso, pues no se podía andar con zarandajas que pusieran en peligro la salud de los hombres del mañana.
Por cuanto alguien un día ideó un gran bocado nutriente como pocos, fortificante a carta cabal y que fuera ideal para, sin más requisitos ni preparativos, engullir en pleno campo, entre descargas furiosas de la libídine, siendo, además, fácilmente transportable, y que ya no necesitara recalentamiento ni cubierto alguno para llevárselo a la andorga. Algo que sí requerían cocidos, alubias, lentejas, por ejemplo, con fama de grandes revitalizadores de fuerzas perdidas en los más dispares menesteres.
Nació entonces, sabroso pero mazorral, el hornazo, que no era sino una gruesa y áspera masa de pan rellena de chorizo sin tino, tajadas de lomo con dos dedos de grosor, pedazos de jamón no menos gordos y huevos cocidos a discreción. El cual invento, con el devenir de las cuaresmas, fue tentando a los más afamados cocineros desde aquel tiempo a esta parte, consiguiendo unos éxitos apoteósicos.
Si bien, a medida que fue desapareciendo la tradición del semanasantero exilio puteril, y perdiendo su urgente razón de ser, sin perentorias reposiciones de fuerzas tan bárbaramente perdidas, fueron puliéndose cada vez más las tosquedades primeras.
Quien más y quien menos ha alardeado de cocinar auténticas maravillas, asegurando todos ellos, como si fuera el no va más, el más difícil todavía, que sus hornazos, verdaderas obras de arte, estaban como para chuparse los dedos, bien es cierto.
No es menos verdadero, sin embargo, que todos ellos han visto minimizados sus triunfos cuando cierta salmantina, metida a cocinera sólo en épocas cuaresmales, convirtió aquel rudo pan en manjar de dioses: pues la áspera masa, por obra y gracia de su inspiración y toque mágico, es delgada, casi como un silbido; el chorizo, de la mejor calidad posible, ibérico y cortado en finas lonchas, al igual que el lomo y el jamón, así como los huevos cocidos, no enteros, sino troceados, con un secreto punto de cocción.
Tan distintos son ambos, como el día y la noche; hasta el extremo de que, cuantos tuvieron alguna vez la envidiable oportunidad de saborear estos últimos, han llegado a temer que con los tales hornazos, en cualquier momento van a hacerle la competencia a la ínclita Venus de Milo, sucediéndole lo mismo que a ella: Que de tanto y tanto chuparse los dedos, primero van a ir éstos desgastándoseles poco a poco; hasta que, a ese paso, se queden luego sin manos; después, sin antebrazos; y así, casi hasta sin la mitad de los brazos… Y es que, en puridad de verdad y sin pasión, ¡vaya si están no sublimes, sino excelsos, superiores, estos patricios hornazos!
Autor: Nacho Carnero
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