Caminaba con calma y dando reposo al alma, en compañía de su impagable soledad, la más entrañable amiga hasta los tuétanos siempre, y se encontraba ya el paseante en las afueras del salmantino barrio de Tejares. Enlazadas unas a otras por la cintura, un puñado de rapazas, a grito pelado, desaforadamente, cantaba una disparatada, simpática, hoy semiolvidada, pero antaño popularísima cantilena, medio desgargantándose como para enterar a toda la vecindad de su presencia:
Caminaba con calma y dando reposo al alma, en compañía de su impagable soledad, la más entrañable amiga hasta los tuétanos siempre, y se encontraba ya el paseante en las afueras del salmantino barrio de Tejares. Enlazadas unas a otras por la cintura, un puñado de rapazas, a grito pelado, desaforadamente, cantaba una disparatada, simpática, hoy semiolvidada, pero antaño popularísima cantilena, medio desgargantándose como para enterar a toda la vecindad de su presencia:
“Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, ¡tralará!… / Por el mar corren las liebres, ¡tralará!, por el monte las sardinas… / Me encontré con un ciruelo, ¡tralará!, cargadito de manzanas… / Empecé a tirarle piedras, y cayeron avellanas ¡tralará!… / Con el ruido de las nueces salió el amo del peral… / Niño no tires más piedras, que no es mío el melonar, que es de una señora vieja, ¡tralará!… que habita en El Escorial…”
Aquel soleado, aunque invernizo mediodía dominguero, el caminante se acercó, por enésima vez en su vida, hasta el permanentemente solitario solar donde en su día se levantara la aceña en que, según es fama, nació Lázaro Tomé González, el más simpático de los pícaros que en la literatura universal han sido. Pero de aquel molino de fábrica pizarreña no resta resto alguno desde bastantes años atrás, merced a la inexplicable e implacable piqueta de una mal entendida civilización. La cual, para tender el puente de una autovía sobre el río y encima de aquellas piedras venerables, como alrededor de unos veinte metros por debajo de ellas, por cuanto no constituían impedimento alguno, no dudó en borrar de la faz de la tierra aquel vestigio del paso por el mundo de Lazarillo de Tormes. ¿Fue imprescindible semejante tropelía? ¿A quién estorbaba en aquel apartado rincón de Salamanca la cuna de su hijo más ilustre? ¡Cuántas ciudades del universo hubieran defendido a ultranza aquella reliquia! Pero, quien quiera aprender, que venga a Salamanca…
Divagaba el bitacorista en torno a estos extremos, cuando una cigüeña perdida en el espacio y el tiempo aterrizó en aquellos momentos sobre uno de los graníticos machones todavía emergentes del agua, que aún perduran y que en su día sustentaron la mole de hierro del puente del ferrocarril llamado de La Salud, camino de la Lusitania.
Y un pescador que por allí acertó a pasar, chistera al hombro y caña en ristre, como descubriendo punto menos que las sopas de ajo, ensartó, sabihondo: “Por San Blas, la cigüeña verás” y otras paremias por el estilo más o menos en consonancia con el evento.
Por descontado, no hay que prestar demasiada atención ni mayor credibilidad a la mayoría de los refranes -dichos agudos y sentenciosos de uso común-, los cuales, a medida que cambian los tiempos, se comprueba que son más y más obsolescentes, pues no se ajustan a la anterior definición del diccionario. Sino que son consecuencia de pareados más bien garbanceros, engendrados por mentes nada brillantes, transmitidos de generación en generación y repetidos hasta la saciedad, como si fuesen dogmas.
En volandas de una racha de viento llegaron ciertos efluvios que pusieron en efervescencia las pituitarias y glándulas salivares del dominguero andariego perdido por aquellos andurriales tejareños. E invitándole a husmear por toda la rosa de los vientos, en breves minutos arribó al Café-bar Las 4 Hermanas, donde le aguardaba, tentador, un suculento plato de chanfaina. Muy común en la barriada, antes pueblo, y aunque prosaico, es guisado como para chuparse los dedos, aderezado a base de abundante arroz aromatizado con toda suerte de especias, tal que ajo, perejil, nuez moscada, clavo, pimienta, laurel, amén de callos y sangre, adornado todo con rodajas de huevo cocido.
Una cumplida ración bien regada con una copa de Remelluri, puso alas a los pies del cronista, que no pudo menos de sonreír al recordar que alguien, que jamás cató esa ambrosía llamada chanfaina, había parido una sentencia en la que sólo buscaba las asonancias: “En Tejares, no te pares ni en los bares”. Porque quien prueba aquélla, repite, y hasta puede que trueque citado texto por otro que diga: “En Tejares, párate en todos los bares”.
Autor: Nacho Carnero
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