‘Un calderillo y una gran amistad’, por Ignacio Carnero

Calderillo bejarano

Fue el sábado 25 de mayo de 1968, y, por tanto, se ha cumplido ya la friolera de cuarenta y tres añazos, cuando el ‘bitacorista’ degustó por primera vez en su vida el nutritivo, sabroso y típico calderillo bejarano, al que tanto oyera siempre ponderar.

Aderezado a base de patatas, carne de aguja de ternera (puede que algún día escribamos en este espacio sobre la exquisita ‘ternera de Sorrento’, famosa desde tiempos inmemoriales, pues no en vano aparece ya citada, nada más y nada menos, que en El Quijote); patatas, pues, y carne de aguja de ternera, con el variopinto aditamento de cebolla, tomate, pimiento verde, pimiento morrón, guisantes, orégano, laurel, sal, pimentón, agua, aceite, harina y clavillo de guisar, siendo imprescindible de todo punto utilizar un caldero, de donde proviene su nombre, para cocinar este suculento guiso, originario, al parecer, de la zona bejarana.

Calderillo bejarano

Aunque a bote pronto así parezca, no es, ni mucho menos, que el autor del presente artículo, desde que posee uso de razón lleve cuenta diaria y cabal de cuanto se ha echado a la andorga a lo largo de su existencia. Pues, además de ‘no poder ser, sería imposible’, conforme al pleonasmo atribuido y que, dicen que dicen, pronunció en varias ocasiones aquel ‘genio’ de la torería andante Rafael Gómez Ortega (1882-1960), que se anunciaba en los carteles taurinos con el sobrenombre de El Gallo.

Al cual, por supuesto, no le iba a la zaga aquel otro, también torero, llamado Rafael Guerra Guerrita (1862-1941), quien, cuando le fue presentado el eximio escritor don José Ortega y Gasset (1883-1955) bajo la etiqueta de filósofo, no sintió rubor alguno al demostrar su incultura con la frase, más bien despectiva: ‘Hay gente pa to’ (Hay gente para todo). Dicho éste que se haría célebre, perdurando hasta nuestros días, para aplicar a profesiones extrañas que tanto abundan en estos difíciles tiempos que corren, como, verbigracia, analistas, ‘disyoquis’, acompañantes, canguros, veedores, videntes, esteticistas, rascatripas, en general, kinesioterapeutas, pensadores, ideólogos, tertulianos, visitadores, mercadillistas o rastreros, etc.

Además, se da la circunstancia de que no deben de existir en este mundo muchas personas semejantes al articulista, en el sentido de que mientras redacta estas líneas, a media tarde de un caluroso día de este atípico verano, no recuerda ya cual fue la comida con que ha saciado un par de horas antes su habitualmente escaso apetito. Pues, por costumbre, sigue la máxima de que hay que comer para vivir y no vivir para comer, si bien, en verdad, le produce no poca envidia cuando alguien a su vera devora casi con auténtica gula, pese a cuanto predican al respecto algunos credos, atiborrándose de toda suerte de manjares que antes se han disfrutado con pensamiento, vista y olfato.

Retomando el hilo inicial, pues, hay que aclarar que no es que se tratara de un acontecimiento histórico, digno de figurar en las entretelas de su memoria, el hecho de saborear el yantar que nos ocupa en una fecha concreta, como la registrada al principio de estas líneas. Sino que fue el plato principal que se sirvió en cierta dependencia del Casino Obrero de Béjar, con motivo de la entrega solemne de los premios de su incipiente concurso literario, en torno aquel año al Camino de la Plata, cuyo primer galardón vino a parar a manos del columnista que aquí y ahora divaga, entonces todavía punto menos que recién estrenado en cuanto a trofeos reconocedores de sus obras.

Editado por el Casino Obrero
Editado por el Casino Obrero

Formaban parte del jurado calificador del certamen de marras un catedrático de la Universidad de Salamanca, ya fallecido; el director a la sazón del diario salmantino El Adelanto, también muerto; así como otras dos personas más, expertas en bellas letras, y de cuyas existencias ignora el firmante si aún alientan en el mundo de los vivos; y, por último, el novelista Víctor Chamorro.

Éste, ya entonces tenía en su haber un amplio bagaje de obras de creación y de lides literarias en los grandes premios, amén de una monumental Historia de Extremadura en ocho volúmenes. Y no obstante permanecer continuamente alejado de los círculos seudoculturales donde se cuecen los grandes desaguisados literarios, el escritor continúa acumulando libro tras libro una obra de incuestionable calidad, altura y hondura, reconocida no con tantos galardones como sería de justicia.

Guía de bastardos o Los alumbrados, entre sus más nuevos títulos que han visto la luz, confirman el juicio anterior, siendo Calostros, por el momento, todavía reciente como el pan mollar, el más flamante de ellos, y está integrado por veintiocho relatos magistrales, algunos de los cuales bordean la perfección. El libro, conforme señala la presentación del mismo, “es un viaje a la lactancia literaria y a la magia de las pasiones inconfesables, con historias escuchadas por el autor en su niñez que recorren la geografía de los secretos mejor guardados. El esperpento y la inocencia alumbran los claroscuros de la condición humana, siendo cada narración una historia con sustantividad propia en un contexto de vasos comunicantes, pues los personajes principales de unos relatos intervienen como secundarios en otros, habitando todos una placenta común, Gervasia (Hervás), el escenario de esta pesadilla lírica y atemporal”…

Una obra de Víctor Chamorro
Una obra de Víctor Chamorro

Aquel 25 de mayo de 1968, pues, en la sucinta historia personal del columnista, y sin parafrasear en modo alguno la escena final de Casablanca, supuso el principio de una gran amistad, que alcanza ahora los cuarenta y tres años. Por cuanto por una no descabellada, sino harto coherente concatenación de ideas, al arriba firmante no puede por menos de venírsele a la mente cada vez que se enfrenta a un calderillo, sea en el Tranco del Diablo, en Candelario, en Hervás o donde fuere menester…

Autor: Nacho Carnero

‘¡Pobres nuestros ricos pepinos!’, por Ignacio Carnero

Dicen ciertas lenguas ociosas y viperinas -aunque el ‘bitacorista’ o ‘bitacoristo’ se resiste a creer el caso comentado-, que la más ínclita de las actuales ministras, de cuyo nombre ya casi nadie quiere acordarse pues en breves meses será ‘ex’ de todo, la cual, de igual modo que el movimiento se demuestra andando, parece ser muy versada, muy erudita, en cuestiones lingüísticas, se refería hace escasas fechas al grave problema surgido recientemente en determinados puntos de Europa con nuestros pepinos y, agárrese, lector, que viene curva, ¡con nuestras pepinas!

Y es que con la necia manía de defender a ultranza un feminismo mal entendido y sin sentido de la ridiculez, tan en boga en estos malos tiempos que corren para el castellano, están alcanzándose cotas abrumadoras, insospechadas hasta no hace aún muchos años.

Como, verbigracia, barbaridades tales que ‘miembros’ y ‘miembras’, ‘mujeras’ y ‘mujeros’, ‘hombres’ y ‘hombras’, ‘hembras’ y ‘hembros’, entre otras muchas sandeces que circulan hoy, principalmente entre determinadas gentes que se consideran la crema, la flor y nata de la progresía. Merced a éstas no sería de extrañar que cualquier día, no bien se enteren de que por Candelario, localidad reputada por la gran mayoría de sus visitantes como la quintaesencia o como la octava maravilla de los pueblos de la provincia charra, discurre un humilde riachuelo llamado Cuerpo de Hombre, reivindicarán el cambio de su denominación, por la de Cuerpo de Mujer. Y, si no, demos tiempo al tiempo…

Sólo habrá que esperar a que el ilustre ‘pensador’ de Béjar invite en cualquier momento a conocer, por ejemplo, el embrujado Tranco del Diablo, o saborear el calderillo, suculento plato típico de la zona, a la pronosticadora de un acontecimiento interplanetario que nada tuvo luego de histórico, según era de esperar, quedándose todo en agua de borrajas. Y es que, en puridad, no hay derecho a bautizar a un río con semejante nombre, pues no se trata más que de un machismo puro y duro trasnochado.

Como igualmente una politicastra centroeuropea, ministra de Sanidad de cierto país dela UE, para curarse en salud y, por si acaso, lavándose las manos, tampoco tiene derecho a lanzar al buen tuntún, pero no ni siquiera como presunción, sino categóricamente, la especie de que una partida de pepinos españoles -más en concreto, procedentes de Almería y Málaga-, eran portadores de una bacteria que provoca algún peligroso desarreglo intestinal e, incluso, puede acarrear hasta la muerte, conociéndose aquélla con el nombre científico de síndrome urémico hemolítico.

Y como el miedo es libre, pues no en vano fallecieron cerca de una veintena de personas a consecuencia, resultó ser, de un virus desconocido, muchas de las hortalizas españolas sufrieron los efectos del pánico generado por las intolerables declaraciones de tamaña irresponsable, siendo aquéllas boicoteadas en numerosos mercados europeos.

Se cifran  en cientos de millones de euros las pérdidas causadas por el rechazo de productos de nuestras huertas, si bien los malpensados, que nunca faltan, tal vez por aquel viejo refrán, según el cual si piensas mal acertarás, estiman que a la hora del reparto de las indemnizaciones por el perjuicios ocasionados, éstas no serán, como debería ser, sólo para los damnificados, resarciéndose de sus pérdidas, trabajos y sinsabores. Sino que, como casi siempre ocurre, entrará en juego no solamente la picaresca y la villanía de los corruptos de turno, y alguien no afectado en modo alguno por el preocupante problema intentará y hasta conseguirá convertirse, ilícitamente, en millonario, importándole un pepino cualquier posible descalabro o ruina ajena.

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Sin embargo, hay que reconocer, por otra parte, que la ocasión ha servido de recordatorio a muchas personas de la existencia de tan jugosa cucurbitácea, que aquí y ahora nos ocupa y preocupa, un tanto en el olvido otras primaveras y veranos, ya que en esta tierra de nuestros pecados su consumo se ha visto incrementado hasta extremos desconocidos, acaso en réplica indignada por el despropósito de la insensata politiquera hamburguesa, quizá para demostrarle así el error y la felonía de sus acusaciones.

En torno a la planta, se han rescatado dichos antiguos a cual más absurdo bien es cierto, que dormían el sueño de los justos, como “Sobre el pepino, vino”, “Sobre el pepino, agua y no vino”, por cuanto se advierte que no se ponen de acuerdo los paladares; “Arroz y merluza, melón y pepino, nacen en agua y mueren en vino”, “Lo que en el agua se cría, se come con vino: tales son el pez, el arroz y el pepino”; o aquel otro, cuyo autor debió de sufrir una seria indigestión ‘pepinesca’, pues no se cortó ni un ápice al afirmar que “Más vale un mal melón que un buen pepino”.

Se ha recordado, además, que se utiliza con frecuencia, casi mágicamente, para mantener la lozanía de la piel, así como en productos para combatir las antiestéticas ojeras y arrugas que nada tienen de bellas, pese a ciertos eslóganes estomagantes y aburridores.

Y se ha puesto de manifiesto que es sabroso comestible, que se presta a múltiples combinaciones nada exóticas, como se demuestra con los pepinos rellenos de atún del Norte, de anchoas de Motrico, de huevos cocidos, con miel de Valero, etcétera, si bien el plato favorito y refrescante por excelencia es el más sencillo, como puede ser el servido en finas rodajas, sólo aderezado con un pizco de sal y un chorro de aceite…

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Existen, pues, multitud de razones que aconsejan su consumo, frente a la infundada sospecha de la bacteria Escherichia coli, engendro tan sólo posible en la sesera calenturienta de una politicuela que consiguió hacer la puñeta a cientos y cientos de españoles.

¡Ay! ¡Si cayera en manos de los miles de agricultores afectados por el infundio de la tal Cornelia Prüfer-Storcks, esa es la gracia y desgracia de la elementa que culpabilizó a nuestro país del dichoso SUH! ¡Seguro que la correrían no a gorrazo limpio, dicho vulgarmente, sino a cucurbitaceazos sin pelar, por donde dicen que dicen las lenguas ociosas y viperinas que más amargan los pepinos!

Autor: Nacho Carnero