‘Crustáceos decápodos, vulgo cangrejos’, por Ignacio Carnero

Quizá parezca una simpleza o perogrullada o, tal vez, sea una impresión equivocada. Pero en estos tiempos que corren, tan desfavorables para la cultura en general dado que en un porcentaje rayano en el cien por cien de los habitantes de países ‘civilizados’ casi todo se reduce a conocer e idolatrar a auténticos chisgarabises que están embolsándose millonadas de euros a base de balones, pelotas, ruedas (salvo las de los esforzados, heroicos y épicos ciclistas, por supuesto) y volantes de potentes bólidos -todo redondo-, conviene recordar e incluso hasta aclarar, pues acaso se trate de la primera vez en su vida que se encuentran con los dos vocablos primeros del título, que se llaman crustáceos ciertos animales artrópodos de respiración branquial, con dos pares de antenas, que tienen costra o caparazón generalmente calcificado, y decápodos, porque están dotados con diez patas, como, por ejemplo, los cangrejos de río.

Aclarada, pues, tan preocupante, vergonzosa e increíble cuestión, el ‘bitacorista’ se sorprende ante el gran cúmulo de remembranzas entrañables y preñadas de nostalgias que casi siempre reverdecen en el interior de su mente por estas fechas ya casi a finales del estío, cuando los mayores cangrejos van ocultándose en las entrañas de ríos, regatos, arroyos y riveras, quién sabe si para hibernar y reaparecer luego con fuerzas renovadas en la siguiente primavera, aún muy lejana.

Habrán transcurrido, a buen seguro, alrededor de cincuenta años, ¡se dice bien y pronto, confirmando la certeza de aquel viejo dicho, según el cual no hay caballo ni viento que corra más que el tiempo!, desde cuando este articulista se inició en la captura cangrejeril, aunque no en el manejo de los aparejos fundamentales y habituales para esa pesca, como pueden ser los reteles y las pértigas con su horquilla correspondiente.

Porque algún tiempo antes, todavía imberbe, y cuando el columnista cursaba sus estudios eclesiásticos en el seminario salesiano de Zuazo de Cuartango (Álava), durante bastantes tardes de asueto de los jueves veraniegos los estudiantes se dedicaban con frecuencia a la honesta distracción de ‘apresar’ cangrejos en tramos cristalinos y poco caudalosos del río Bayas, que discurre por aquel valle. Y conste que se ha escrito adrede apresar (asir, tomar o coger con la mano), pues dichos animales eran así capturados, con valentía, a golpe de yema de sus tiernos dedos introducidos como cebos por entre las oquedades o intersticios de las roquedas musgosas.

Y así, a cada doloroso pinzazo propinado por el cangrejo de turno, éste, ingenuo, engañado, salía de su hábitat natural, prendido a la piel del dedo de los valientes, yendo a engrosar una gran lata de las de queso americano, dentro de la cual, rebosante de agua del propio río y sólo con sal y buen fuego, los mismos sistemas que debieron de usar los trogloditas, en breves minutos se ponían colorados como demonios y servían de suculento y barato aperitivo, al aire libre del valle. Si bien, quien disfrutaba y saboreaba sin rubor alguno -‘cuando seáis padres comeréis huevos’-, la mayor y más carnosa parte de la cangrejada era el director del seminario, cuyo plato rebosaba por norma cada jueves, mientras el resto de los profesores, que tampoco había participado en la sufrida captura de aquellos crustáceos, pecaban de envidia y gula insatisfecha mirando al superior sibarita, del que alguien, que no era otro que el que hoy redacta estas líneas, no podía por menos de mascullar: ‘Quien quiera cangrejos que se moje el culo’…

Pero, en fin, corramos un tupido velo para no proseguir por unos derroteros acaso harto espinosos, y avancemos unos años en el tiempo, ya más modernizados y provistos, por tanto, de los pertinentes reteles y pértigas, al par que nos desplazamos hasta corrientes más próximas a los entornos charros, como los ríos Guareña, en viejas tierras conocidas del sur zamorano, donde nos sorprendieron muchos amaneceres cargados de heladores rocíos y relentes; y, sobre todo, en las aguas del Huebra, donde cierto día sucedió que un familiar aficionado a la pesca y quien suscribe estas historietas, poniéndose ambos el mundo por montera, consiguieron repletar un saco, tal vez con ochenta docenas, que fueron guisadas para todos los gustos, como era lógico, ante tamaña cantidad. Unos, sólo con sal, al objeto de degustar su auténtico sabor; y otros, además de la sal, pimientos verdes, bastantes ajos, un pizco de guindilla, pimentón, un chorro de aceite, unas hojas de laurel, es igual que éste esté o no bendecido el Domingo de Ramos, y a fuego lento, llegando el caldo desde las manos hasta los codos de los comensales, pues nadie ha intentado usar tenedor y cuchillo para estos menesteres.

Cangrejos de rio

Probablemente fueran de los llamados americanos (Procambarus clarkii), que por ser nocivos para los cangrejos autóctonos, carecían de límites en cuantías y largores, al objeto de conseguir su exterminación, objetivo éste que jamás se logró ni logrará.

Era ya la época en que se establecía una más estricta normativa, vigilancia y control en torno a la práctica de esta actividad, imperando siempre el número ocho: ocho reteles por barba; ocho docenas de animales, por jornada de sol a sol; ocho centímetros desde el extremo central de la cabeza hasta el de la cola, para cuya medición servía el tamaño de un cigarrillo de marca Ducados.

Pues bien, en vista del éxito obtenido, la entonces larga familia del ‘bitacorista’, compuesta acaso por una veintena de miembros entre padres, hermanos, cuñados, nueras, nietos y sobrinos, organizó una comida campestre en Aldeávila de Revilla, a base de arroz con abundantes y frescos cangrejos recién sacados del agua, y luego, por si alguien se quedaba aún con ganas, más y más cangrejos a discreción, hasta salir por las orejas.

Mas, ¡ay!, quizá hubiéramos descastado la vez anterior todas aquellas aguas, pues el hecho cierto fue que, tras varias horas depositando y levantando reteles, a las dos de aquella tórrida tarde de agosto volvió a hacerse bueno el refrán de que los días de mucho suelen ser vísperas de nada. Y entre el amarilleo burbujeante del arroz sólo lució su rojura un solo cangrejo, ¡uno!, más o menos testimonial, el cual, como era de justicia, fue a parar al estómago del padre, mientras a todos los demás se les hacía la boca agua.

Autor: Nacho Carnero

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